Carlos Alberto Montaner se desvanece

César Vidal

Por: César Vidal - 21/05/2023


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Existe una vieja canción inglesa de soldados cuya letra dice: “Old soldiers never die, Never die, never die, Old soldiers never die, They simply fade away”, lo que podría traducirse como “Los viejos soldados nunca mueren, nunca mueren, nunca mueren, simplemente se desvanecen”. La cancioncilla es una parodia de una canción evangélica titulada Kind Thoughts Can Never Die y el hecho de que se cantara en medios militares explica que fuera utilizada en un momento determinado por el general Douglas MacArthur. El 19 de abril de 1951, tras un enfrentamiento claro con el poder presidencial de Harry Truman, MacArthur – que había recogido la capitulación del Japón en el acorazado Missouri al término de la segunda guerra mundial – anunció ante el congreso de los Estados Unidos su retirada de la vida militar. El discurso de MacArthur es conocido como el discurso de “los viejos soldados nunca mueren”, pero, en realidad, el veterano militar reprodujo – y así lo reconoció – la letra del tema inglés afirmando: “Recuerdo el estribillo de una de las baladas de cuartel más populares de aquel día que proclamaba muy orgullosamente que “los viejos soldados nunca mueren; sólo se desvanecer”. Y como el viejo soldado de aquella balada, yo cierro ahora mi carrera militar y sólo me desvanezco, un viejo soldado que intentó cumplir con su deber tal y como Dios le dio luz para ver ese deber”.

Hace tiempo que sabía que Carlos Alberto Montaner estaba enfermo y me preguntaba de manera insistente en cómo evolucionaría una dolencia que, por su propia naturaleza, va desmontando las capacidades de cualquier ser humano pieza tras pieza. Tengo la sensación de que la última vez que lo vi fue antes de la crisis del coronavirus en un acto público, pero coincidir en una eventualidad semejante se hizo muy difícil desde que buena parte de mi vida transcurre en Washington en la cercanía de lo que algunos denominan “la ciénaga”. Pero aún así... Siempre que coincidía con un conocido común me interesaba por su estado de salud y siempre las noticias eran desalentadoras. Cuando, hace apenas unos días, me topé con su despedida tuve que reconocer que había llegado lo inevitable. Carlos Alberto no moría – los viejos soldados nunca mueren – pero, como afirma el dicho popularizado por MacArthur, se desvanecía.

Creo que la primera vez que tuve noticia de su existencia fue siendo un adolescente – con seguridad no había cumplido los veinte años – cuando leí su libro dedicado a radiografiar la revolución cubana. Para mi, aquella obra constituyó una auténtica sorpresa porque no era un canto hagiográfico de Fidel Castro, como tantos publicados en España a la sazón, pero tampoco era el negro relato de algo que constituía un ejemplo del mal absoluto. Montaner defendía la libertad y la democracia, pero, a la vez, reconocía que Castro había mejorado la suerte de un sector de la sociedad cubana. El gran drama era que para mejorar la condición de ese segmento social había arrastrado al resto del país a una dictadura, al exilio masivo y a la miseria.

Durante las décadas siguientes, me encontré con sus escritos aquí y allá, y supe de su fuga de una cárcel cubana en unos términos que me habrían parecido totalmente inverosímiles de haberlos leído en una novela. Sin embargo, fue ya a finales de los años noventa cuando lo conocí en persona en los encuentros liberales que, por aquel entonces, se celebraban en la hermosa localidad española de Albarracín, en medio de Aragón. Creo que hace muchos años que aquellos eventos dejaron de tener lugar, pero en aquella época me permitieron conocer a gente como Mario Vargas Llosa – todavía sin premio Nobel aunque con todo el mundo convencido de que si no se lo daban ese año se lo darían al siguiente – y al mismo Montaner. Fue un año además donde quien escribe estas líneas pronunció una ponencia sobre las cifras reales de la URSS sobre la base de las fuentes rusas.

Los autores de los libros que leemos no siempre se corresponden con el retrato que nos hemos formado de ellos, pero aquel Montaner sí que se correspondía con el que yo había deducido de su radiografía de la revolución cubana. Era un liberal – no en el sentido americano sino europeo – moderado en sus apreciaciones y de expresión clara. Charlar con él constituyó siempre una experiencia gratas de esas que se sacan del cajón de los recuerdos ocasionalmente para volver a disfrutarlas. Fue con ocasión de esos encuentros liberales donde tuve ocasión, por ejemplo, de escuchar de su propia boca el impacto que le había causado un infarto precisamente cuando regresábamos en el mismo automóvil desde Albarracín a Madrid y cuando elevé una plegaria al Altísimo para que no se lo llevara tan pronto de este mundo.

Por aquella época yo reanudé mis viajes a Miami que se habían visto interrumpidos por un tiempo y volví a encontrarme con él a este lado del mundo en eventos de carácter político gracias especialmente a un profesor universitario llamado Ricardo Lago. Fue así, por ejemplo, como una noche escuché una conferencia de Montaner sobre lo que debería ser la transición en Cuba a cuyo término Lago me susurró: “ha hablado como el primer presidente democrático de Cuba”. Eso hubiera deseado yo en ese momento porque a la sazón – hace, año arriba, año abajo, un cuarto de siglo – Montaner estaba en una edad y en una sazón en que hubiera podido acometer esa tarea. De hecho, sustentaba posiciones que buscaban el diálogo con el régimen para salir del encallamiento en que había sumido a Cuba y que le ocasionaron no pocas críticas. Pero el tiempo, lo sé por mi mismo, es inexorable.

No sólo es que el paso de los años fue alejando a Montaner de ese destino de protagonizar una transición sino que además nuestro mundo comenzó a experimentar mutaciones que he recogido en mi libro Un mundo que cambia y que desplazaron la realidad en una dirección muy distinta de la que podíamos pensar en los años noventa. Esperábamos un futuro bien diferente cuando la URSS se colapsó en 1991 y, ciertamente, el mundo ha sido diferente, pero de lo que esperábamos. No sólo es que en Cuba no se vino abajo la dictadura sino que además los paradigmas de la guerra fría en los que Montaner se desplazaba como pez en el agua han desaparecido. Sé que muchos continúan analizando lo que pasa en el mundo de acuerdo a ese patrón, pero, precisamente, ésa es una de las razones de que no acierten en sus previsiones y de que sus análisis no se correspondan con la realidad. A fin de cuentas, de la misma manera que Bismarck no hubiera cometido jamás el error de concebir su mundo como si fuera el de Napoleón y que Roosevelt no siguió los patrones de la época de Lincoln, pretender ver ahora nuestro universo político con los lentes de la guerra fría constituye un anacronismo de considerable gravedad. Ni la derecha ni la izquierda de entonces son las actuales y en la política internacional, el verdadero enfrentamiento se produce no entre ellas sino entre los políticos que siguen una línea patriótica y los que tratan de imponer la agenda globalista. Pero no nos desviemos.

Los viejos soldados nunca mueren porque en la memoria de los que los conocieron – y los que recibieron los beneficios de su valor y su tesón – no resulta posible esa eventualidad. Únicamente, un día, que siempre es recibido con emoción, se desvanecen incluso antes de abandonar físicamente este mundo. Sucedió con MacArthur cuando, tras derrotar al Japón en los islotes del Pacífico y tras gobernar esa nación como un auténtico virrey, demostró ser incapaz de comprender la guerra fría. Sucede ahora con Montaner que, tras combatir tenazmente durante la guerra fría, vive, como todos nosotros, en un mundo que, en algunas cosas, recuerda a aquel, pero que es decisivamente distinto. Quizá, en coyunturas históricas así, los viejos soldados necesariamente tengan no que morir sino que desvanecerse. Quizá. En cualquier caso, ésa es precisamente la tesitura, anunciada por él mismo, en la que está inmerso Carlos Alberto Montaner, un viejo soldado de la causa de la libertad que se desvanece.


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