¡Calladitos carajo!

Hugo Marcelo Balderrama

Por: Hugo Marcelo Balderrama - 07/04/2024

Columnista invitado.
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El pasado 20 de marzo, en El Instituto Interamericano Para la Democracia, con sede en Miami - Florida, Israel Mérida presentó su libro: ¡Calladitos carajo! El trabajo explica de manera muy bien documentada la destrucción de la libertad de prensa en Bolivia desde el año 2006 hasta el 2023, periodo de tiempo que yo llamo: Las dos décadas de la infamia dictatorial.

Mérida encuentra tres frentes de ataque que usa el régimen para atentar contra la libertad de prensa en Bolivia: 1) El elevado gasto público para comprar medios de comunicación privados, 2) La crónica dependencia de la pauta oficial por parte de los medios de comunicación, y 3) los constantes mecanismos restrictivos a la información, que en países normales es de conocimiento público, por ejemplo, indicadores económicos del Banco Central o el INE.

Pero también hay otros métodos no tan sutiles, verbigracia, la agresión física. En efecto, el libro documenta que, entre 2007 y 2008, se dieron 27 casos de atentados terroristas contra medios privados y otros cinco estatales, que luego se repitieron en forma de saqueos e incendios. Obviamente, la autoría corresponde a pandilleros pertenecientes al Movimiento Al Socialismo. Al respecto, Enrique Rosenthal, vicepresidente del Observatorio de Transparencia Legislativa, con motivo de su participación en la presentación del libro de Israel Mérida, expresó lo siguiente:

Uno de los aspectos más alarmantes del documento es el que respecta a las detenciones arbitrarias ordenadas por autoridades jurisdiccionales, así como el uso excesivo de la fuerza por parte de la Policía, que dejaron más de 52 heridos y casi dos decenas de periodistas aprehendidos y detenidos por realizar su labor, en los últimos 18 años. Algunos de ellos fueron Juan Carlos Paco Vermanedi, Esteban Farfán Romero y Carlos Quisbert. Si bien estos episodios se evidenciaron casi sin interrupciones en los últimos 18 años, los expertos del Observatorio destacaron el período 2007-2014, durante el cual se dio un incremento de agresiones a periodistas mujeres que rondó el 30% e inició una tendencia al alza, superando incluso los porcentajes en hombres en los años siguientes.

Note lo paradójico: el Estado boliviano, que, alineado con todas las narrativas del progresismo y la nueva izquierda, se ha declarado antipatriarcal y anticolonial, es el responsable de censurar y golpear mujeres. Sin embargo, eso es motivo de otro debate.

A nivel personal, simplemente, como un pequeño complemento a la investigación de Israel Mérida, me permito contar dos experiencias.

A principios de este año, un periodista me pidió una entrevista para analizar la situación política de Bolivia, pero, al mismo tiempo, fui advertido para no usar términos como Socialismo del Siglo XXI, castrochavismo, dictadura o narcoestado. Por supuesto que no acepté, en realidad, decliné en medio camino a la radio, pues estoy convencido que la autocensura es la peor de las censuras.

No obstante, el silencio cómplice no se limita a los periodistas y prensa, sino que hay un sector que por su naturaleza es el primero que debió revelarse contra la censura, me refiero a las universidades, empero no sucedió.

Las universidades públicas, en especial, las facultades de Ciencias Sociales, fueron y son las constructoras de las narrativas que sostienen al Socialismo del Siglo XXI, ya que, como dijo el gran Ludwig Von Mises, muchas teorías económicas son, tan sólo, prejuicios contra el capitalismo y el libre mercado. La situación es peor en áreas como Comunicación Social, Sociología o Ciencias Políticas, ¿o de dónde creen que salieron conceptos como «indigenismo»?

Las normativas de educación superior hacen que las universidades privadas están sometidas a una doble presión: parecerse y, de manera simultánea, diferenciarse de las públicas. Eso las obliga a vivir entre la clausura, la expropiación o las multas. ¿Resultado? No se puede debatir ningún tema que resulte molestoso al poder, la política es el principal.

En conclusión, es cierto que la dictadura ejerce presión sobre periodistas, medios de prensa, universidades y cualquier libre pensador. Pero eso no debería ser sinónimo de autocensura, puesto que entre un dictador abusivo y un pueblo que lo acepta hay una complicidad enfermiza.


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