Bolivia, en año de elecciones

Irving Alcaraz

Por: Irving Alcaraz - 11/08/2025

Columnista invitado.
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La economía informal en Bolivia llega al 85 por ciento, la mayor del mundo según algunas fuentes. Ese es el soporte que sostiene a la inmensa mayoría de los bolivianos, entre ellos, muy probablemente, a usted. La pobreza multidimensional (no basta medirla solo por ingresos), asciende al 61,2 por ciento. En las ciudades, los porcentajes son los siguientes; Potosí 68 por ciento, Santa Cruz (66,1), El Alto (65,5), Trinidad (63,9), Oruro (62), Cochabamba (56), La Paz (50,7). (Datos del Centro de Desarrollo Laboral y Agrario, CEDLA). En la lista no figura, o no supimos encontrarla, Cobija. Nótese que Santa Cruz y El Alto, las ciudades más dinámicas de la economía boliviana y las que mayor migración interna atraen, figuran en los primeros lugares sólo detrás de Potosí. La Fundación Jubileo señala, por su parte, que la pobreza extrema, a escala nacional, llega al 17.5 por ciento. No es necesario decir que, en muchos casos, eso significa hambre.

No hay gasolina, no hay diésel, ni dólares a precio oficial. El GLP amenaza correr la misma suerte y, por de pronto, ha dejado de exportarse a Brasil y Perú. (Álvaro Ríos). El interés de Brasil y Argentina por el gas natural boliviano se ha esfumado, como las reservas. La Secretaría de Energía argentina ha sido ofensivamente clara: “La importación de gas de Bolivia disminuirá a cero a partir de octubre, para nunca más volver”. Sin siquiera tomar en cuenta las barreras legales que obstaculizan la inversión en el sector, entre otras la Constitución Política del Estado y la Ley de Hidrocarburos, la realidad actual del gas es extremadamente complicada: Menos mercados, menos inversión. Menos inversión, menos exploración. Menos exploración, menos reservas, Menos reservas, menos exportación. Menos exportación, menos dólares. Y, por último, por si faltara algo, menos reservas, menos producción, lo que significa que las nubes de tormenta cubren también el cielo de las termoeléctricas, que se alimentan de gas natural. En otras palabras, el suministro de energía eléctrica está igualmente en cuestión. Para decirlo con más pertinencia aún: La energía con la que Bolivia se mueve, está en cuestión. La mayor parte de las industrias, los taxis, el transporte privado y las cocinas de los bolivianos funcionan con gas. Todos ellos optaron por esa fuente de energía, incentivados por el desarrollo y el futuro limpio y brillante que parecía iluminar al sector. Pero los rayos en cielo sereno se producen en Bolivia con más frecuencia de lo que uno podría imaginar. Hoy, las palabras que resuenan en el país no son cómo exportar, sino cómo importar. Y con qué plata. El ministro de Minería Alejandro Santos, que proviene del sector de las cooperativas mineras, refiriéndose a la escasez de combustibles, también consecuencia, aunque indirecta, de la debacle del gas, dijo con ingenua sinceridad: “Estamos fregados” y añadió que la solución al problema solo podría venir “mediante Diosito”, certero epitafio para la gallina de los huevos de oro, que está dando sus últimos aleteos en el altar de los sueños de grandeza (“seremos Suiza”), de un proyecto estatista anacrónico, superado hace mucho tiempo por la historia. Miren a China. Una incómoda pregunta surge de todo esto: ¿Para evitar semejante catástrofe, no hubiese sido mejor respetar los contratos de Gonzalo Sánchez de Lozada? Y para echar más sal a la herida, ¿no hubiese sido mejor para Bolivia respetar el Tratado de Límites con Chile de 1874? Total, la intangibilidad del impuesto al salitre sólo hubiese durado 25 años, casi el mismo tiempo en que la crisis del gas se fue incubando. Seguridad Jurídica no quiere decir solamente jueces probos.

La devaluación del peso boliviano frente al dólar supera el ciento por ciento. La inflación se ha desatado (5,21 en junio pasado, 15,53 el primer semestre de 2025, interanual 23,96 por ciento); los salarios, las pensiones y otros ingresos de los bolivianos se reducen en la misma medida. Las calificadoras internacionales de riesgo han reducido los bonos soberanos de Bolivia a la categoría de “basura”, y advierten del riesgo de una cesación de pagos. Para eludir opiniones de ese carácter, el presidente Arce, fiel a sí mismo hasta el final, quiere “regular” el trabajo de esas empresas, no adoptar medidas para corregir el rumbo. Nadie sabe con exactitud el monto de las reservas internacionales, ni cuanto queda del oro del Banco Central. Otra incógnita es el destino de los 25 mil millones de dólares que los bolivianos ahorraron en los fondos de pensiones y que el gobierno de Luis Arce Catacora trasladó a una Gestora estatal. ¿Todavía existen? ¿En una hipotética revaluación del peso boliviano, se convertirán en 12 mil millones de dólares? Con alguna excepción, prácticamente las 63 empresas públicas registradas oficialmente, verdaderos monumentos al despilfarro y a la corrupción, son deficitarias, entre otros motivos porque quizás nunca fueron concebidas con el objetivo central de ganar plata, sino de convencer a los bolivianos que Bolivia se estaba industrializando — herencia tardía de la época de Raúl Prebisch— y, de paso, enseñar a la empresa privada como se hacen las cosas.

¿Eso es todo?

No.

Las instituciones fundamentales del país: El Poder Judicial, las Fuerzas Armadas, la Policía, han colapsado bajo el siniestro peso de la corrupción. Bolivia ocupa el penúltimo lugar en el mundo en justicia penal (World Justice Project) y el segundo lugar en corrupción (Organización Para la Transparencia Internacional). Todo, en todas partes, tiene un precio, naturalmente fuera de la ley. El narcotráfico campea por doquier, y jefes de bandas internacionales y sus familias, debidamente protegidos, se codean con la alta sociedad en algunas ciudades, con la solvencia de una billetera colmada. El contrabando, ni qué se diga. El oficial y el privado. Incluso cisternas llenas de gasolina y diésel entran y salen del país, sin vaciar sus tanques, en uno de los negocios más rápidos y de mayor rendimiento del mundo, mientras los bolivianos hacen interminables colas que duran días, o hasta semanas, para obtener combustible.

Al parecer, nada ha quedado en pie. La educación universitaria atraviesa el que tal vez sea el peor momento de su historia, no solo porque en muchos casos subordina la formación académica a la ideológica, sino porque los maestros se han rendido ante el poder estudiantil refrendado por el partido de gobierno. En el nivel secundario el panorama, si cabe, es aún más pavoroso: Un estudio del Observatorio Plurinacional de Calidad Educativa —nada menos— ha llegado a la conclusión de que de cada 100 bachilleres, solo 3 aprueban las evaluaciones de matemáticas y química y solo 2 las de física. El estudio, basado en el currículo vigente, abarcó a 40 mil estudiantes de colegios públicos y de convenio, tanto de las áreas urbanas como rurales. En esas condiciones, se entiende por qué Bolivia no asiste más a las evaluaciones internacionales sobre calidad educativa, como las pruebas PISA. La salud, el transporte, el medio ambiente, son otro desastre. Las largas filas en los hospitales y centros de salud, la falta de medicamentos, y los médicos, enfermeras y otros miembros de su personal trabajando en condiciones lamentables, atestiguan lo dicho. Algo semejante se puede decir del transporte público, conformado, con excepciones, por vehículos en estado calamitoso, con llantas lisas y choferes irresponsables y por lo general mal pagados, que además trabajan en horarios inhumanos, deficiencias que dan como resultado accidentes con mortandad terrible, tan comunes, que en Bolivia ya nadie se conmueve. ¿Y qué se puede decir de la destrucción del medio ambiente? Ésta alcanza dimensiones demenciales, especialmente en áreas relacionadas con la explotación de la tierra y los recursos mineros. La devastación de bosques en la región amazónica –y no sólo por el fuego— abarca territorios del tamaño de países. Empresarios agrícolas y ganaderos, grandes, medianos y pequeños, legales e ilegales (Fundación Friedrich Ebert, Fundación Tierra), participan de esa tarea año tras año, amparados por una legislación permisiva, sin que nadie ponga coto a semejante desatino. El mercurio y la coca excedentaria se encargan de ese trabajo en otras regiones.

Muy pocos pagan impuestos, y entre los que lo hacen, los hay los que pagan mucho, los que pagan miserias y los que no pagan nada. Piensen en los mineros del oro, en los grandes propietarios de tierras o en los millonarios informales. Solo poniendo su mirada entre los que pagan, Gonzalo Colque, de la Fundación Tierra, se pregunta: “¿Por qué algunas empresas del régimen general, por el mismo valor de ventas o ingresos, tributan cinco o diez veces más que las del sector agroexportador?” Distorsiones de ese tipo, hacia arriba o hacia abajo, existen en todo el sistema impositivo actual.

Una encuesta reciente señaló que hasta dos millones de bolivianos quieren irse del país. En su mayoría jóvenes. La causa es simple: No hay empleo para ellos. Varios miles ya están optando por el camino del exilio. Las naciones vecinas observan ese fenómeno con recelo. Una diputada peruana planteó hace poco la reposición de la visa de ingreso para los bolivianos, que hoy pueden entrar al Perú con carnet de identidad según los términos de la Comunidad Andina de Naciones. De acuerdo con esa diputada, un millón de bolivianos podría ingresar en los próximos meses al Perú debido a la crisis económica. “No queremos otros venezolanos”, dijo. Para la presidenta de ese país, Dina Boluarte, Bolivia es un estado fallido. En el norte de Chile, las autoridades locales hicieron cavar una zanja para obstaculizar el ingreso de bolivianos y migrantes de otros países, en especial venezolanos, que utilizan Bolivia como posta de tránsito. Para algunos políticos chilenos, como el excandidato presidencial José Antonio Kast, esa medida es insuficiente. Él quiere que se construya un muro, al estilo Trump. Argentina ya instaló una alambrada en tramos de la frontera, para obstaculizar tanto la internación de drogas ilícitas como el contrabando en ambas direcciones. Los proyectos sudamericanos de vinculación vial entre ambos océanos, eluden cuidadosamente el territorio boliviano. Esa es una mirada que incuba un riesgo geopolítico que no hay que subestimar.

¿Eso es todo?

No.

La devastación institucional también afecta a la política. Nos encaminamos a una nueva elección sin partidos políticos. Éstos fueron sistemáticamente desmantelados luego del derrocamiento del gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada en 2003. No fue un hecho fortuito, fue una acción de manual, propia de los regímenes autoritarios, cuya tarea primordial consiste en concentrar el poder, tanto en el campo económico como en el político. El marxismo y el fascismo comparten esa visión. Mussolini hizo suya la consigna “Todo en el Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”, que en realidad tuvo su origen en los grupos socialistas del marxismo italiano, de donde él provenía. Ese manual se aplicó en Bolivia con dedicación y, habrá que decirlo, con éxito. Pero a la hora de retornar, como se espera que ahora suceda, a una democracia en serio, se puede advertir con claridad que los partidos políticos hacen falta. Éstos no sólo son maquinarias electorales, sino también, y sobre todo, escuelas de formación de líderes en distintas áreas del manejo estatal para cuando llegue el momento del ejercicio del poder. Una de las principales diferencias entre las elecciones de 1985 y 2025, ambas con el común denominador de una profunda crisis económica, política y social, es que en las primeras había partidos políticos consolidados: el MNR, la ADN, el MIR e incluso la Democracia Cristiana. En las segundas, los partidos políticos no existen, o existen tan precariamente, que las siglas revolotean de un lado a otro lo mismo que sus integrantes. No es culpa de nadie en particular, sino de un sistema que reclama con urgencia cambios desde la base. Para empezar, los partidos deberían ser instituciones, no grupos de amigos. Deberían ser nacionales, no regionales, tanto en su estructura como en su proyecto de país, condición indispensable para que contribuyan a la unidad nacional, ya suficientemente dañada, y no a su disgregación. Jeanine Añez pagó muy caro la falta de un soporte político de esa naturaleza. Quienes llegaron con ella al poder lo hicieron sin preparación o con preparación muy escasa, además de un ánimo regional muy arraigado. La consigna que enarbolaron: “Nos toca”, a falta de un programa de transición suficientemente apto para por una sociedad en crisis, fue interpretada por muchos como una bandera de pase libre a la corrupción, lo que desprestigió al naciente gobierno y asestó un golpe de muerte al épico cambio que se había producido.

¿Eso es todo?

No.

La lista de problemas es mayor —el déficit de las finanzas públicas, la deuda interna y externa, la fuga de capitales, entre otros—, pero, por el momento, basta decir que el gobierno que emerja de las urnas próximamente, cualquiera que éste sea, tendrá que tomar decisiones difíciles, en un ambiente social ya suficientemente crispado por la inflación y la falta de dólares y combustibles, las caras más visibles de la crisis. En consecuencia, lo que le espera no es una resplandeciente autopista, sino un camino con múltiples obstáculos, curvas cerradas y acantilados sin barreras. Enfrentar esa dura realidad, será sin duda un gran desafío. El expresidente Víctor Paz Estenssoro, siguiendo a Maquiavelo y Clausewitz, decía que, en política, “uno no hace lo que quiere, sino lo que puede”. Es cierto. Pero él mismo demostró que, a veces, es posible acercar ambas cosas, lo deseable y lo posible, hasta casi confundirlas. Él lo hizo. Y el pueblo boliviano lo acompañó. Tal vez estudiar con detenimiento esa experiencia, sea útil en este momento.


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