Cortar el sustento de Maduro: por qué atacar el narcotráfico es el primer paso correcto

Luis Fleischman

Por: Luis Fleischman - 31/10/2025


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El Premio Nobel de la Paz fue otorgado a María Corina Machado, un reconocimiento bien merecido para una mujer que ha logrado unificar a la oposición venezolana y liderar el movimiento social pacífico más eficaz contra el régimen de Nicolás Maduro. Su galardón representa un nuevo revés internacional para el gobierno de Maduro y llega en un momento en que la administración Trump intensifica sus esfuerzos por desmantelar las redes de narcotráfico en el Caribe, al tiempo que busca responsabilizar al régimen venezolano por sus actividades criminales.

En el Palacio de Miraflores cunde el pánico. En un intento por apaciguar a Washington, Maduro ha ofrecido a empresas estadounidenses acceso a los proyectos petroleros y auríferos de Venezuela. Según reportó recientemente el Miami Herald, la vicepresidenta venezolana, Delcy Rodríguez, habría presentado a la administración Trump una propuesta para conformar un nuevo gobierno encabezado por ella misma, sin Maduro, seguido por una administración de transición. Esta oferta pretendía preservar la estructura del Estado venezolano bajo la suposición de que el problema de Washington radicaba exclusivamente en Maduro y no en todo el régimen. Esa suposición es, sin duda, errónea.

Por qué?

Porque estas propuestas pasan por alto una realidad fundamental: la verdadera fuente de supervivencia del régimen de Maduro. Aunque la sabiduría convencional se enfoca en los ingresos petroleros y las sanciones económicas, el sustento más decisivo del régimen proviene de un canal mucho más oscuro: el narcotráfico.

De acuerdo con un informe de Transparencia Venezuela, el tráfico de drogas generó más de 8.000 millones de dólares en ingresos para el país, la mayor parte de los cuales beneficia directamente al régimen y al entramado de poder que lo sostiene —su aparato de seguridad, militar y burocrático. Para ponerlo en perspectiva: durante el año en que se aplicaron las sanciones más severas contra Venezuela, la economía ilícita representó el 21,7% del PIB nacional.

No se trata de una actividad criminal marginal, sino de un componente esencial de la maquinaria del poder chavista. El mismo informe estima que aproximadamente el 24% de la producción mundial de cocaína transita por Venezuela. El gobierno venezolano colabora activamente con cárteles transnacionales —entre ellos, el Cartel de los Soles (integrado por oficiales militares y funcionarios del Estado), el Cartel de Sinaloa y el Cartel del Golfo—, así como con organizaciones guerrilleras y terroristas como los disidentes de las FARC, el ELN (Ejército de Liberación Nacional) y bandas criminales como el Tren de Aragua.

Esta es precisamente la razón por la cual las sanciones tradicionales no han logrado derrocar al régimen de Maduro. Las sanciones económicas castigan principalmente al pueblo venezolano, mientras la élite militar y de seguridad continúa enriqueciéndose con las ganancias del narcotráfico, que fluyen al margen de los canales económicos formales. Las sanciones petroleras, además, pueden eludirse; pero lo más importante es que el petróleo ya no constituye la principal fuente de ingresos del régimen.

Hoy, el narcotráfico es el verdadero motor financiero que mantiene leal y operativo al aparato de poder de Maduro. Cualquier estrategia que ignore esta realidad está, desde el inicio, condenada al fracaso.

Por ello, una Venezuela sin Maduro no resolverá el problema si no va acompañada de un cambio integral de régimen. La administración Trump no debería aceptar propuestas de compromiso que preserven la estructura del poder chavista. La crisis del narcotráfico constituye una amenaza directa a la seguridad nacional de Estados Unidos y de las naciones donde el consumo de drogas se ha extendido. La adicción no solo mata a quienes la padecen; también destruye familias, deteriora la salud mental, alimenta el crimen y la violencia, y priva a los jóvenes de oportunidades y de su futuro.

En su más reciente discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, el presidente Trump prometió erradicar a los cárteles y advirtió que los “haría desaparecer”. Poco después, el ejército estadounidense destruyó dos embarcaciones cargadas de drogas. Sin embargo, los senadores demócratas intentaron —sin éxito— bloquear cualquier acción militar contra “organizaciones no estatales dedicadas a la promoción, el tráfico o la distribución de drogas ilegales”, a menos que existiera una autorización expresa del Congreso.

Garantizar el apoyo bipartidista a este tipo de operaciones militares es crucial por varias razones.

En primer lugar, los cárteles de la droga y las organizaciones afines operan como empresas criminales altamente sofisticadas. Sus redes abarcan toda la cadena del negocio: desde el transporte y el diseño de rutas de tráfico, hasta la negociación de acuerdos, la obtención de pagos y el lavado de ganancias ilícitas.

En segundo lugar, los grupos criminales transnacionales prosperan en contextos de corrupción sistémica, que les permiten moverse con libertad y actuar casi con total impunidad. Guatemala es un ejemplo ilustrativo: allí, los cárteles mexicanos operan en alianza con pandillas locales, profundamente atrincherados en las redes del narcotráfico. El expresidente Otto Pérez Molina fue encarcelado por corrupción y colusión con estos cárteles, mientras vastas zonas del territorio guatemalteco han caído, de hecho, bajo control criminal.

Honduras ofrece otro caso revelador. Un video difundido recientemente muestra que narcotraficantes ofrecieron medio millón de dólares a Carlos Zelaya, cuñado de la presidenta Xiomara Castro, para financiar una candidatura presidencial fallida en 2013. Además, el expresidente Juan Orlando Hernández fue declarado culpable en un tribunal estadounidense de tres cargos relacionados con narcotráfico y conspiración para adquirir armas, y condenado a 45 años de prisión.

Estos casos ilustran el profundo entrelazamiento entre las élites políticas y el tráfico de drogas, un fenómeno que ha socavado la gobernabilidad, debilitado el Estado de derecho y alimentado la inestabilidad regional.

Dadas estas circunstancias, tratar a las redes criminales transnacionales como enemigos extranjeros o como actores terroristas es una respuesta política legítima. Idealmente, la administración Trump debería obtener la autorización del Congreso para llevar a cabo operaciones militares limitadas contra esas redes; los cálculos partidistas no deberían impedir una misión de tan urgente interés.

Las operaciones deben comenzar con una campaña sistemática dirigida a las propias redes de tráfico, acompañada de un plan claro para enfrentar al régimen venezolano. A corto plazo, cortar las fuentes de ingreso y la capacidad del régimen para facilitar el comercio ilícito es el primer paso sensato y necesario. A diferencia de las sanciones convencionales —que dañan a la población venezolana mientras dejan intacta la verdadera estructura del poder—, las acciones deben apuntar a los nodos del narcotráfico que mantienen leales a los cómplices de Maduro y permiten que su aparato de seguridad siga operativo.


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