Por: Luis Gonzales Posada - 23/09/2025
Yulia, viuda de Aleksei Navalny, líder ruso asesinado por el Kremlin, reveló la semana pasada que dos laboratorios independientes tienen pruebas de sangre que confirman que su esposo fue envenenado y exige hacer públicos los resultados de la pericia.
Navalny, abogado, cristiano ortodoxo, activista social, falleció 16 de febrero del 2024, a los 47 años de edad, en un leprosorio carcelario del círculo polar ártico, a 1,900 kilómetros de Moscú, donde lo confinaron por denunciar la corrupción del régimen y la represión a opositores políticos.
Presidia la Fundación Anticorrupción, célebre por proyectar el año 2021 una impactante filmación grabada con drones del llamado “Palacio de Putin”, en el cabo Idokopás, a orillas del mar Negro, de una extensión de 68 hectáreas, con helipuerto y muelle para yates, valorizada en mil millones de dólares.
El documental recibió más de 100 millones de visualizaciones en you tube y tuvo un impacto devastador para el autócrata ruso y amplia difusión internacional.
La vida de Navalny fue una epopeya cívica por su admirable lucha por la libertad.
Lo detuvieron el 2012 por liderar grandes manifestaciones de protesta ante el fraude en las elecciones presidenciales. El 2014 y 2015 sufrió arresto domiciliario y en 2019 nuevamente lo encarcelan. En 2020, regresando de Siberia a Moscú, se desplomó en la aeronave. Una ONG alemana envió de urgencia un avión para trasladarlo a Berlín y lograron salvarle la vida; los exámenes toxicológicos determinaron que fue envenenado con un agente neurótico del grupo Novichok, que antes utilizaron los servicios secretos rusos para matar al espía Sergei Skripal y a su hija en la ciudad inglesa de Salisbury.
Sin embargo, a pesar de todas las advertencias, Navalni retornó a su patria para continuar la batalla política. Al llegar, lo sentenciaron a 19 años de prisión, derivándolo a una cárcel de máxima seguridad donde fue sistemáticamente torturado, recluyéndolo 100 días en un cuarto de castigo y sus carceleros lo obligaron a “pasear” por la periferia del recinto sin camisa, en una zona con temperaturas bajo cero, hasta que falleció.
A tres días de su muerte, el Kremlin proyectó su psicopática crueldad ascendiendo a Valeri Boyáriven y otros vigilantes acusados de no brindar atención médica al disidente.
La siniestra ruta política de Putin también está abonada con sangre de otros compatriotas. En 2002 Vladimir Golovliov, diputado de la Duma y copresidente del Partido Liberal, murió de un balazo en la nuca. Anna Politkvóskaya, periodista opositora a la guerra ruso-chechena, primero fue envenenada, pero sobrevivió. En 2007 cometió el error de regresar a Moscú y fue acribillada en la puerta del ascensor de su edificio, un estridente crimen que fue investigado por el ex espía Alexander Litvinenko, asilado en Londres, que antes de publicar el reportaje murió intoxicado con polonio 210.
No menos truculentas resultan otras historias que parecen extraídas de películas de terror. En 2009, los promotores de derechos humanos Stanislav Markerov y Anastasia Baburova murieron a balazos y ese mismo año la activista Natalia Estenirova fue secuestrada y asesinada; el 2013, el periodista Mikhail Becton resultó salvajemente torturado y asesinado; en 2015, Boris Nemtsov, ex primer ministro de Yeltsin, resultó abatido a tiros en una calle de Moscú y su aliado político, Vladimir Kara-Murza, falleció envenenado.
Esta saga de crímenes continuó en 2023, cuando Yevgueni Prigozhin, jefe de mercenarios del Grupo Wagner, pereció en un sospechoso accidente de helicóptero.
Recordamos al fallecido demócrata ruso porque de estar vivo hubiera impedido la guerra con Ucrania, que ha provocado un millón de muertos y heridos en ambos bandos y las amenazas a los gobiernos europeos que respaldan a Kiev con el lanzamiento de bombas atómicas a sus territorios
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